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domingo, 15 de mayo de 2011

15. Escritores panameños



Enrique Jaramillo Levi (Colón, Panamá; 11 de diciembre de 1944) es un poeta y cuentista panameño, autor de más de 50 libros en todos los géneros literarios. Es Licenciado en Filosofía y Letras con especialización en Inglés y Profesor de Segunda Enseñanza por la Universidad de Panamá. Tiene además Maestrías en Creación Literaria y en Letras Hispanoamericanas por la Universidad de Iowa. Ha ejercido la docencia universitaria en México, Estados Unidos y Panamá.



Le pedí al genio
   Claudio de Castro


   Este genio ha de ser un tonto, me dije un día. Todo lo que le pido me lo da al revés.
   Estaba cansado de sus impertinencias y decidí deshacerme de él. Sabía que no sería fácil, por eso estudié con cuidado lo que haría.
   Para que no hubiese equívocos, daría una orden directa, fácil de cumplir.
   Tomé el frasco antiguo de donde salió, le señalé la entrada con mi índice y ordené:
   —Entra aquí.
   Y entró en mi dedo.
   Desde entonces sufro de esta inflamación bajo la uña, que me atormenta día y noche.




Sopa de letras
   Ernesto Endara
   
   Rogelio Miró, bisnieto de marcos y poetas, cocinó en una olla llena de leche de palma y zumo de cañafístula tres libros (una vieja Gramática de Bruño; la Breve historia del tiempo, de Stephen Hawking; y una colección de caricaturas de Wilfi Jiménez). Mientras hervía el extraño menjurje de arte, ciencia y humor, revolvió con destreza de manera que no se pegaran las hojas en el fondo. Cuando estuvo a su gusto, apagó el fuego y dejó que se enfriara el guachito de papel. Sirvió en una taza media porción del licuado de letras y, con los ojos cerrados, la pasó varias veces ante sus narices para sentir el aroma (se le antojó que así debía oler el aliento de un mandril lactante). Luego, murmurando frases mágicas, llevó la taza a los labios y bebió de un sorbo su contenido.
   Era un hechizo largo tiempo planeado.
   Apenas tragó la poción, todo el oro de Fort Knox, amorosamente coleccionado por los norteamericanos durante cientos de años, en un acto de desafío a la gravedad y la distancia, pasó a la República de Panamá. Como no había ordenado dónde depositarlo (las bóvedas del Banco Nacional eran muy pequeñas), el oro se estibó por su cuenta en una de las esclusas del canal, llenando tres cuartas partes del mismo.
   Espantado por el augurio que siguió al prodigio (Colombia reiniciaría su demanda del territorio panameño y Estados Unidos prepararía una especializada invasión porque se obstruía la vía acuática), Rogelio Miró disolvió el hechizo al provocarse un vómito que le salió de la boca en forma de página.  La desenrolló y pudo leer esta historia.



El secreto
   Aída Judith González Castrellón


   La música de aquel recuerdo le venía en ráfagas paroxísticas y el cuerpo se iba moviendo en contorsiones espasmódicas que el doctor dictaminó “tónico-clónicas”, pero no pudo explicar el por qué sólo en las noches mientras dormía. “Debe tener que ver con el ritmo circadiano”.
   A los demás les parecía muy normal durante el día, excepto por el transpirar copioso y el rubor constante en sus mejillas, antes tan pálidas, como si su cuerpo no se hubiera enterado de que ya había regresado.
   —Pienso que debí acompañarla a ese crucero al Caribe como me lo pidió. Desde que llegó está tan extraña… ¿Qué es lo que tiene, doctor?
   —Tal vez haya contraído algún virus tropical.
   Y mientras caía la noche empezaba a subirle la temperatura, las mejillas se encendían y se llenaba la habitación de una suave y cadenciosa música, recuerdo de aquella ardiente playa y aquellas tibias manos clavadas en su carne sazonada por el mar. Todavía tenía fijos esos ojosnmegros en los suyos y el ardor de la cálida ventosa de sus labios en su cuello.
   Aquella constante sensación de vacío interno, eco de las muchas noches sin culminación, se esfumaron aquella noche voluptuosa de una sola bocanada. Parecía que había vivido sólo para esperar ese gran evento. Sabía que no lo volvería a ver, pero poco le importaba porque había descubierto el secreto de la perpetuidad del éxtasis.
   Ahora vivía sólo para eso, esperar para adentrarse en la profunda dimensión del sueño y sentir el trepidar de ese cuerpo fornido y cobrizo que se alternaba con el suyo en complicidad con la efervescencia del mar.
   —¡Le empezaron los movimientos de nuevo! Llamen al doctor.


Brian Dettmer - Webs New Inter Diction


Infalibilidad
   Raúl Leis


   Cuando el diablo guardián abrió por primera vez —en más de tres siglos— el portón de la celda de Galileo Galilei en la calcinante prisión del infierno, farfulló el contenido del cable internacional al anciano que inundaba con sus barbas cenicientas el reducido calabozo y que tenía rayadas las paredes con las marcas de todos los años que había permanecido allí.
   El viejo astrónomo, médico y matemático, que había sido juzgado por la Santa Inquisición y obligado a abjurar de que el sol era el centro del sistema solar, no dijo nada sino que recogió uno a uno sus bártulos y salió de la celda arrastrando los pies.
   Sin hablar, sólo con gestos, se negó a entrevistarse con el mismísimo Satanás, que deseaba presentarle sus excusas aduciendo que sólo había obedecido órdenes superiores. Galileo tampoco quiso aceptar que el guardián le llevase sus cosas que estaban embaladas en un morral de cuero de cabra. Además, se mostró reticente a subir al carruaje que lo conduciría a su nueva morada en el cielo, donde se efectuaría un apoteósico homenaje de desagravio.
   En cambio, pidió con mímica ir al servicio de caballeros a aliviar necesidades contenidas ancestralmente. Allí, mientras hacía correr el agua del inodoro para despistar al guardián, terminó de armar los cohetes que había construido en esos largos siglos con polvos de carbón, azufre y otras sustancias raspadas con cucharas en las paredes de las celdas. Acomodó los proyectiles en sus espaldas flácidas. Aseguró bajo el brazo las fórmulas de los descubrimientos científicos acumulados en su largo cautiverio. Listo, encendió los cohetes con el cigarro que le había obsequiado el diablo guardián. Salió disparado del infierno ante el asombro de demonios y prisioneros. Cruzó la corteza terrestre —el infierno queda en el centro de la tierra— y ascendió por la chimenea del volcán Etna, rumbo al espacio sideral seguido por la inmensa estela de su barba.
   Ese día, tres observadores en puntos distantes del planeta anunciaron que un cometa se dirigía hacia el sol —estrella que, hasta los niños saben, es el centro del sistema solar— y semanas más tarde, apareció una nueva mancha en el astro rey. Ese lugar es el único en donde Galileo Galilei se siente seguro, pues nunca se sabe cuándo pueda el Papa volver a cambiar de opinión.




Ángela
   Consuelo Tomás F.


   Eran los tiempos de la bienaventuranza. Todo andaba bien pero a las cinco y media de la tarde Ángela se ponía triste como una mata sin agua. Pasaba el camión cargado de vacas apretujadas, ignorantes de su destino de tasajo y bofes; destino triste del que sólo ella, Ángela, era testigo a las cinco y media de su tristeza diaria. Todo el bullicio de su edad se oscurecía y adoptaba un tono de madurez impropia de sus años. El camión pasaba allí debajo de su balcón de madera y ella entablaba una secreta solidaridad con las condenadas a muerte.
   Pasaron los años destiñendo un poco el color de todas las cosas y trayendo otras nuevas. Ángela había crecido y ya no era más la niña de entonces. Pero el camión seguía pasando a las cinco y media hacia el matadero y Ángela había transmutado su tristeza infantil, su piedad ingenua, sus lagrimitas sucias de niñita flaca y pobre, por una inmensa rabia, por un callado odio que ella no ocultaba a las cinco y media cuando el camión pasaba, ya no cargado de vacas, sino de hombres.




Vida en otros mundos
   Carlos Uriel Wynter Melo


   Mucho se ha hablado de las visitas de extraterrestres. Un hecho desconcertante fue el que varios tipos, que no se conocían, tenían tatuajes de marcianos. Las figuras eran sorprendentemente similares. Dijeron habérselas grabado en conmemoración a sus visitadores muy antiguos. También coincidieron en que aparecían después de acabada la primera botella.